
EL LIBRO DEL VERANO
Este verano se cumple el primer centenario del nacimiento de la escritora belga Marguerite Yourcenar. Por esa razón, desde la biblioteca queremos recomendar este verano la lectura de una de sus obras más emblemáticas y reconocidas.
(Pulsar si quiere el archivo en pdf para e books)
La apasionante personalidad de Adriano, emperador de Roma en el siglo
segundo, y uno de los más notables gobernantes que tuvo el Imperio, trasciende
cualquier reseña sobre su obra y figura para convertirse en fuente de
inspiración de esta novela excepcional, alabada como una de las obras más
singulares, bellas y hondas de la literatura de nuestro siglo. Este inventario
autobiográfico ficticio que Adriano hace a las puertas de la muerte constituye
el más íntimo y magistral retrato de quien fue uno de los últimos espíritus
libres de la Antigüedad.

Marguerite Yourcenar nació en
Bruselas en 1903 y falleció en Estados Unidos en 1987 Esta excelente escritora
siempre se interesó en su obra por el tema de la cultura a través de la
historia. En 1971 ingresó en la Academia Real Belga de Lengua y Literatura. En
1974 recibió el Gran Premio Nacional de las Letras, y seis años más tarde sería
la primera mujer elegida miembro de la Academia Francesa.
VARIUS
MULTIPLEX MULTIFORMIS
Querido Marco:
He ido esta mañana a ver a mi
médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El
examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las primeras
horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la
túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo,
y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de
una hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el
aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el
rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de la culpa en
el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil seguir siendo
emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El
ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de
linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese
compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más
que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. Haya paz... Amo mi
cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados
necesarios. Pero ya no cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes
maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha
ido a buscar a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas
fórmulas de aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe muy bien
cuánto detesto esta clase de impostura, pero no en vano ha ejercido la medicina
durante más de treinta años. Perdono a este buen servidor su esfuerzo por
disimularme la muerte. Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la
prudencia; su probidad excede con mucho a la de un vulgar médico de palacio.
Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede
exceder de los límites prescritos; mis piernas hinchadas ya no me sostienen
durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años.
No te llames sin embargo a
engaño: aún no estoy tan débil como para ceder a las imaginaciones del miedo,
casi tan absurdas como las de la esperanza, y sin duda mucho más penosas. De
engañarme, preferiría el camino de la confianza; no perdería más por ello, y
sufriría menos. Este término tan próximo no es necesariamente inmediato;
todavía me recojo cada noche con la esperanza de llegar a la mañana. Dentro de
los limites infranqueables de que hablaba, puedo defender mi posición palmo a
palmo, y aun recobrar algunas pulgadas del terreno perdido. Pero de todos modos
he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota
aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue
siempre; así es para todos. Pero la incertidumbre
del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese
fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la
enfermedad mortal progresa. Cualquiera puede morir súbitamente, pero el enfermo
sabe que dentro de diez años ya no vivirá. Mi margen de duda no abarca los años
sino los meses. Mis probabilidades de acabar por obra de una puñalada en el
corazón o una caída de caballo van disminuyendo cada vez más; la peste parece
improbable; se diría que la lepra o el cáncer han quedado definitivamente
atrás. Ya no corro el riesgo de caer en las fronteras, golpeado por un hacha
caledonia o atravesado por una flecha parta; las tempestades no supieron
aprovechar las ocasiones que se les ofrecían, y el hechicero que me predijo que
no moriría ahogado parece haber tenido razón. Moriré en Tíbur, en Roma, o a lo
sumo en Nápoles, y una crisis de asfixia se encargará de la tarea. ¿Cuál de
ellas me arrastrará, la décima o la centésima? Todo está en eso. Como el
viajero que navega entre las islas del Archipiélago ve alzarse al anochecer la
bruma luminosa y descubre poco a poco la línea de la costa, así empiezo a percibir
el perfil de mi muerte…
Si quiere seguir continuar el relato puede descargarse el archivo para su e-book o retirar el libro en nuestra sección de préstamos, en la signatura 840-31/ YOU/ mem
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